13012181530

Читать онлайн «El Baron De Mnchhausen»

Автор Рудольф Эрих Распе

Por muy fieras y peligrosas que sean las hembras, pueden ustedes estar seguros de que el jabalí macho es aun más feroz y terrible. Una vez me encontré en medio de un bosque con un jabalí, con tan mala suerte que no estaba preparado para defenderme y mucho menos para atacarlo. Apenas había tenido tiempo de escabullirme detrás de un grueso árbol, cuando el animal se arrojó con toda su furia para darme una dentellada. Al hacerlo, sus colmillos penetraron en el tronco con tanto vigor que le resultó absolutamente imposible extraerlos para volver a atacarme. En el acto, recogí una piedra del suelo y con ella golpeé los colmillos para clavarlos con más fuerza, de forma tal que el jabalí no pudiera soltarse. De modo que tuvo que resignarse a esperar pacientemente hasta que fui al pueblo y regresé con una carreta y cuerdas para llevarlo vivo, pero fuertemente amarrado, a mi casa.

Sin duda alguna habréis oído hablar de San Humberto, santo patrono de los cazadores, y también del ciervo que se le apareció en un bosque y que tenía la santa cruz entre los cuernos. Todos los años le he presentado mis ofrendas en su día, y muchas veces he visto al ciervo, pintado en iglesias o en las insignias de los caballeros de la orden que lo tiene por patrono, de forma tal que no osaré negar que hubo en otros tiempos ciervos así, y ni siquiera que pueda haberlos ahora. Sin entrar en esta discusión, permitidme que os cuente lo que yo he visto con mis propios ojos.

En cierta ocasión, cuando ya había agotado todas mis municiones, se me cruzó el más espléndido ciervo del mundo. El bello animal se detuvo y me miró detenidamente, como si supiera que yo no podía dispararle.

En el acto eché en la escopeta una carga de pólvora y en vez del plomo coloqué un puñado de carozos de cereza que a toda prisa despojé de su piel y pulpa, y le disparé en la frente.

El tiro lo aturdió, pero de inmediato se recuperó y huyó a toda velocidad. Un par de años habrían pasado, cuando, mientras estaba de cacería en el mismo bosque, se me apareció un magnífico ciervo que llevaba entre sus cuernos un cerezo de más de tres metros de altura. En el acto recordé mi anterior aventura, y considerando al ciervo como una propiedad por mí adquirida mucho tiempo atrás, lo derribé de un disparo, con lo cual tuve esa noche asado y cerezas de postre, porque el árbol estaba cargado de fruta y creedme que era la más delicada y exquisita que he probado en mi vida.

¿Quién puede afirmar entonces que no fue un piadoso cazador, un abad o un obispo aficionado a la caza quien plantó de un disparo la cruz en la frente del ciervo de San Humberto? En casos extremos, un buen cazador prefiere recurrir a los recursos más extraños, antes que perder una buena oportunidad. Yo- mismo he pasado muchas veces por situaciones similares.

Citaré como ejemplo el siguiente caso…

Me encontraba una vez en un bosque de Polonia, ya sin municiones; caía la tarde, y yo marchaba de regreso a mi casa, cuando se cruzó en mi camino un enorme oso con la evidente intención de devorarme. Por más que busqué y rebusqué en todos mis bolsillos, sólo pude hallar dos pedernales de ésos que uno siempre lleva encima en previsión de un apuro. Sin pensármelo demasiado, arrojé uno a las fauces abiertas del animal. Al parecer, el bocado no fue del agrado del oso, que dio media vuelta. Aproveché entonces la ocasión para arrojarle la segunda piedra al otro extremo de su aparato digestivo, con tan buena fortuna que no sólo penetró en el animal sino que en su interior chocó con la primera, provocando una cantidad tal de chispas que el oso saltó en mil pedazos por los aires.