Juan José Millás
El mundo
© Juan José Millás, 2007
PRIMERA PARTE . EL FRÍO
Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina. Los reparaba, los inventaba, los deducía de publicaciones norteamericanas. No sabía inglés, pero era capaz de interpretar un esquema, un plano o un circuito con la facilidad con la que otros leen un síntoma. Por su taller pasaron aparatos de rayos X y pulmones de acero con los que mis hermanos y yo jugábamos, no siempre a los médicos. Entre los ingenios que más me impresionaron, recuerdo un aspirador de sangre perteneciente a la época anterior al bisturí eléctrico, cuando las heridas abiertas por el cirujano se inundaban, impidiendo la visión del órgano a operar. El aspirador dejaba la herida limpia en cuestión de segundos. La sangre se recogía en un recipiente de cristal de boca ancha, como los de las aceitunas a granel; probablemente fuera un frasco de aceitunas, pues en casa no se tiraba nada. Los tapones de los tubos de la pasta de dientes servían, por ejemplo, como mandos para los aparatos de radio. Más tarde, con la aparición del bisturí eléctrico, que cauterizaba la herida al tiempo de infligirla, los aspiradores, creo, pasaron a la historia.
Mi padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí eléctrico en España, aunque seguramente tomó la idea de una publicación extranjera. Recuerdo haberle visto inclinado sobre la mesa del taller, efectuando cortes en un filete de vaca, asombrado por la precisión y la limpieza del tajo. No olvidaré nunca el momento en el que se volvió hacia mí, que le observaba un poco asustado, para pronunciar aquella frase fundacional:
– Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.
Cuando escribo a mano, sobre un cuaderno, como ahora, creo que me parezco un poco a mi padre en el acto de probar el bisturí eléctrico, pues la escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas.
Mamá no tardaría en prohibirle desperdiciar los filetes de carne en aquellos ensayos.
Empezó a trabajar entonces sobre rodajas de patatas, pero se cansó en seguida. Nada como la textura de la carne, excepto, añado yo, la textura de la página.Otro ingenio con el que alcanzó cierta celebridad fue el electroshock portátil, un aparato del tamaño de un bestseller con varios compartimientos, en uno de los cuales se guardaban los electrodos. Solía contar que un día, hablando en el jardín de un manicomio con su director, un loco lo reconoció como el proveedor de aquellos artilugios y le arrojó desde una ventana un tiesto que le rozó un hombro. El electroshock estuvo muy cuestionado en los años setenta del pasado siglo, pero creo que ha vuelto. En algún sitio he leído que Cabrera Infante, que era bipolar, pidió en alguna ocasión que se lo aplicaran.
Mi padre pasó sus últimos días en una residencia de ancianos adonde yo iba a verlo, no con mucha frecuencia pero sí de un modo regular. Se había vuelto bulímico, de manera que solía acercarme a la residencia sobre el mediodía, para invitarle a almorzar, y lo volvía a dejar a la hora de comer. De esta forma, los días que iba a verle comía dos veces, pero podría haberlo hecho tres o cuatro. Era insaciable. Y no estaba gordo. Fue siempre un hombre fibroso, menudo, ágil, incluso a los ochenta años (murió a los ochenta y dos). Solía llevarle a un Kentucky Fried Chicken, esa cadena de pollos fritos fundada por un coronel norteamericano al que mi padre adoraba por militar, por inventor y por haberse hecho rico gracias a una receta cuyos ingredientes, según me explicaba con admiración, eran secretos, como los de la coca cola.