Rosa Montero
La Hija Del Canibal
UNAS PALABRAS PREVIAS
Quiero dejar constancia de las principales fuentes en las que he documentado el trasfondo histórico de esta novela: el magnífico artículo de Marcelo Mendoza-Prado sobre las andanzas de Durruti en América, publicado en
Añadiré una obviedad: aunque los datos históricos son sustancialmente fieles, me he permitido, como es natural, unas cuantas licencias. Por ejemplo, es cierto que, durante la posguerra, uno de los líderes catalanes de la CNT era un infiltrado de la policía, y que al ser descubierto fue ejecutado por dos pistoleros anarquistas venidos expresamente desde Francia; pero la escena en sí es por completo imaginaria, y además he cambiado los nombres de los tres implicados para no herir la posible susceptibilidad de los familiares.
También es verdad que el famoso José Sabater murió en noviembre de 1949 en un tiroteo con la policía; pero el pobre Germinal que les delata es un invento mío de arriba abajo. Me interesa que esto quede bien claro, porque la realidad es una materia vidriosa que a menudo se empeña en imitar a la ficción; de modo que a lo peor luego aparece por ahí algún Germinal (nombre libertario por excelencia) y sus descendientes se sienten impelidos a defender la buena fama del abuelo. La vida, como diría Adrián, uno de los personajes de este libro, está llena de extrañas coincidencias.
Aunque en el ambiente anarquista he cambiado prudentemente algunas identidades, en el taurino, por el contrario, todos los citados existieron. Si doy aquí los nombres verdaderos de
La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios. He observado que la realidad tiende a manifestarse así, insensata, inconcebible y paradójica, de manera que a menudo de lo grosero nace lo sublime; del horror, la belleza, y de lo trascendental, la idiotez más completa. Y así, cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas.
Al principio ni siquiera me di cuenta de que estaba sucediendo algo fuera de lo normal. Era el 28 de diciembre y Ramón y yo nos íbamos a pasar el fin de año a Viena. Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos. Ya habíamos pasado el control de pasaportes y estábamos en la sala de embarque, esperando la salida de nuestro vuelo, cuando a Ramón se le ocurrió ir al servicio. Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía de plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca, que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto a los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcíto del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase justo cuando estábamos esperando el embarque. Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta metros de mi asiento. De modo que me lo tomé con calma y sólo le pedí dos veces que no se retrasara: