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Автор Мигель Делибес

Miguel Delibes

El Hereje

A Valladolid, mi ciudad

¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio.

(Juan Pablo II a los cardenales, 1994)

Preludio

El “Hamburg”, una galeaza a remo y vela, de tres palos, línea enjuta y setenta y cinco varas de eslora, dedicada al cabotaje, rebasó lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el mes de octubre de 1557 y la calima sobre la superficie del mar y la estabilidad de la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal vez calurosa, de sol vivo y suave viento del norte. Era el “Hamburg” un pequeño barco de carga, dotado con cincuenta y dos marineros, al que su capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido de la economía personal, superponía en el buen tiempo dos pequeñas tiendas de campaña sobre las cuadernas de toldilla para alojar a cuatro posibles pasajeros de confianza, mediante un módico estipendio.

En la primera de estas tiendas, viniendo de proa, viajaba ahora un hombre menudo, aseado, de barba corta, al uso de Valladolid, de donde procedía, tocado de sombrero, con calzas, jubón y ropilla de Segovia, que, acodado en el pasamanos de babor, oteaba con un anteojo el puerto que acababan de abandonar.

Una bandada de gaviotas que sobrevolaba la estela del “Hamburg” se reunía, graznando destempladamente, preparando el regreso a puerto.

Por la amura, sobre la silueta de tierra, la bruma comenzaba a rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, fragmentos del cielo azul que la calma chicha de la madrugada auguraba. El hombre menudo y aseado hurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso de la ropilla, extrajo el papel plegado que le había entregado un marinero al embarcar y leyó de nuevo el breve mensaje que contenía: Bienvenido a bordo. Le espero a almorzar en mi camareta a la una del mediodía.

El capitán Berger.

El Doctor le había hablado con afecto del capitán en Valladolid.

Aunque hacía mucho tiempo que no se veían, entre el Doctor y Heinrich Berger se anudaba una vieja amistad de lustros. El Doctor confiaba de tal modo en el capitán que hasta que no supo su propósito de regresar a España en el otoño no se determinó a autorizar el viaje a Alemania de su correligionario Cipriano Salcedo. El hombre menudo contemplaba la mar mientras reconstruía mentalmente la imagen del Doctor, tan taciturno y medroso en los últimos tiempos, advirtiéndole de los riesgos de su estancia en Europa. La reciente prohibición de salvar las fronteras concernía, es cierto, a clérigos y estudiantes, pero era sabido que cualquier viajero que decidiera moverse por Alemania en estos días sería sometido a una “discreta vigilancia”. El Doctor había dicho “discreta vigilancia, pero de su tono de voz dedujo Cipriano Salcedo que la vigilancia sería estrecha y conminatoria. De ahí sus precauciones a lo largo del viaje: sus repentinos cambios de medio de transporte, el miramiento en la elección de posada o de lugares de encuentro para sus citas, y aun en sus simples visitas a los libreros.