Читать онлайн «Casas muertas»

Автор Мигель Отеро Сильва

Miguel Otero Silva

Capítulo I. Un entierro

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Capítulo II. La rosa de los Llanos

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Capítulo III. La señorita Berenice

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Capítulo IV. La iglesia y el río

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Capítulo V. Parapara de Ortiz

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Capítulo VI. Pecado mortal

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Capítulo VII. Éste es el camino de Palenque

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Capítulo VIII. El compadre Feliciano

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Capítulo IX. Petra Socorro

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Capítulo X. Entrada y salida de aguas

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Capítulo XI. Hematuria

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Capítulo XII. Casas muertas

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Miguel Otero Silva

Casas muertas

Capítulo I. Un entierro

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Esa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al Obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no era un acontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del camino que conducía al cementerio y los perros seguían con rutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando la ruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián, cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero.

Si no logró escapar de la muerte Sebastián, joven como la madrugada, fuerte como el río en invierno, voluntarioso como el toro sin castrar, no quedaba a los otros habitantes de Ortiz sino la resignada espera del acabamiento.

Al frente del cortejo marchaba Nicanor, el monaguillo, sosteniendo el crucifijo en alto, entre dos muchachos más pequeños y armados de elevados candelabros. Luego el padre Pernía, sudando bajo las telas del hábito y el sol del Llano. En seguida los cuatro hombres que cargaban la urna y, finalmente, treinta o cuarenta vecinos de rostros terrosos. El ritmo pausado del entierro se adaptaba fielmente a su caminar de enfermos. Así, paso a paso, arrastrando los pies, encorvando los hombros bajo la presión de un peso inexistente, se les veía transitar a diario por las calles del pueblo, por los campos medio sembrados, por los corredores de las casas.

Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Sebastián era sabida por todos -ella misma no la ignoraba, Sebastián mismo no la ignoraba- desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llanto para ella. Al principio luchó por impedir que llegara hasta sus ojos esa lluvia que le estremecía la garganta. Sabía que Sebastián, como confirmación inapelable de su sentencia a muerte, sólo esperaba ver brotar sus lágrimas. Observaba los angustiados ojos febriles espiándole el llanto y ponía toda su voluntad en contenerlo. Y lo lograba, merced a un esfuerzo violento y sostenido para deshacer el nudo que le enturbiaba la voz, mientras se hallaba en la larga sala encalada donde Sebastián se moría. Pero luego, al asomarse a los corredores en busca de una medicina o de un vaso de agua, el llanto le desbordaba los ojos y le corría libremente por el rostro. Más tarde, en la noche, cuando caminaba hacia su casa por las calles penumbrosas y, más aún, cuando se tendía en espera del sueño, Carmen Rosa lloraba inacabablemente y el tanto llorar le serenaba los nervios, le convertía la desesperación en un dolor intenso pero llevadero, casi dolor tierno después, cuando el amanecer comenzaba a enredarse en la ramazón del cotoperí y ella continuaba tendida, con los ojos abiertos y anegados, aguardando un sueño que nunca llegaba.