Atlas de geografía humana
© Almudena Grandes, 1998
© Tusquets Editores, S. A,
Obra cedida para la colección Nueva Narrativa
por Tusquets Editores, S. A.
© RBA Coleccionables, S. A. , 1999, para esta edición
Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona
ISBN: 84–473–1516–9 Depósito Legal: B–37805–1999
Prlnter industria gráfica, S. A. Ctra. N–ll, km 600
Cuatro Caminos, s/n. Sant Vicenc deis Horts (Barcelona)
Impreso en España — Printed in Spaln
A Luis,
que entró en mi vida
y cambió el argumento de esta novela.
Y el argumento de mi vida.
Querida, tenemos una edad que nos sitúa, exactamente, en el epicentro de la catástrofe.
Confidencia de Mercedes Abad
a la autora, en algún momento,
después de cumplir los treinta
Ahora que de casi todo hace ya veinte años.
Jaime Gil de Biedma
Hace años que mi cara no me sorprende ni siquiera cuando me corto el pelo.
Sin embargo, aquella noche, el cepillito embadurnado de pasta negra que sostenía mi mano derecha no llegó a encontrarse con las pestañas tiesas, inmóviles, perfectamente adiestradas, que lo esperaban al borde de unos párpados bien estirados, porque un instante antes de que alcanzara su destino, me di cuenta de que mis ojos estaban brillando demasiado.
Sin levantar los pies del suelo, retrocedí con el cuerpo para obtener una vista de conjunto de toda mi cabeza, y no encontré nada nuevo ni sorprendente en ella aparte de aquel destello turbio, como una capa de barniz impregnado de polvo, que insistía en brillar sobre unas pupilas incomprensiblemente húmedas. Invertí un par de segundos en analizar el fenómeno antes de emprender una recapitulación de urgencia. Ya no soy una adolescente. Tampoco me había sentido mal en todo el día. No era fiebre, y tampoco exactamente emoción, ¿será la menopausia, me dije, que se ha vuelto loca, igual que el clima…? Una sola lágrima, aislada, terca, absurda, se desprendió de mi ojo derecho y rodó torpemente a lo largo de mi rostro sin lograr conmover al menor de sus músculos. Entonces comprendí que tenía que hacerlo aquella noche. Hacía ya casi dos meses que aquel sobre alargado de papel grueso, compacto, casi una cartulina de color crema, me desafiaba desde el cajón de mi escritorio. Me había acostumbrado a verlo allí, entre las fotos de los niños y las facturas desordenadas, y confiaba en él con una fe tan intensa como la que un agente desesperado pueda llegar a depositar en su arma final y más secreta, pero entonces me di cuenta de que en el plano desierto de la realidad, donde no existen huecos para esconderse, no iba a servirme de nada. Tiene que ser esta noche, me repetí, esta noche, esta noche. El nombre del destinatario era breve, como su dirección completa, cuatro líneas en total, una mancha cuadrada de tinta azul perfectamente centrada sobre un rectángulo del color más inocente,