Rosa Montero
Amado Amo
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Al entrar en el aparcamiento subterráneo casi se empotró contra la trasera de un automóvil rojo. El otro conductor sacó la cabeza por la ventanilla: una coronilla rala, unas mejillas blancas y enrojecidas, unos ojos hinchados. Perdona, chico, pero hay un cretino que ha ocupado mi plaza. Era Matías. César dio marcha atrás para facilitarle la maniobra, y el coche rojo retrocedió zumbando, derrapando y rasguñándose el costado contra una de las columnas de hormigón. Matías se apeó hecho una furia: Maldita la leche que, me cago en la, hay que joderse con el. Mascullaba imprecaciones mitad para sí, mitad para César; y también para el magullado alerón del auto, y sobre todo para el encargado del aparcamiento, que venía ahora hacia ellos envuelto en un mono untado de grasa: despacio, muy despacio, como si quisiera dar tiempo a que Matías se vaciara de maldiciones; o quizá simplemente por fastidiar. Que quién ha sido el imbécil que ha metido un coche en mi plaza. El tipo se rascó la barbilla, se encogió de hombros: Son órdenes, yo no sé nada. ¿Órdenes? ¿Qué órdenes? A mí me han dicho que a partir de hoy esa plaza es del señor Martínez, respondía cazurramente el otro, escupiendo de cuando en cuando alguna brizna invisible de materia, como si tuviera en la lengua una hebra de tabaco que no acabara de expulsar. Matías abrió la boca, la cerró. Y César pensó: Está acabado. Quién lo ha ordenado, preguntó el mediomuerto con voz ronca. El señor Pibu, dijo el encargado, yo no sé nada. Pittbourg, el subdirector administrativo. Matías parpadeó, tragó saliva ruidosamente, dio media vuelta, empezó a caminar hacia la salida con pasos de ciego. César entregó las llaves de su coche al empleado y corrió tras su colega.
Por debajo de los rosetones de sus mejillas, Matías mostraba un semblante fosforescentemente lívido; las venillas moradas de su nariz parecían el mapa de una cuenca hidrográfica. No te preocupes, Matías, empezó a decir César. E inmediatamente se dio cuenta de que Matías estaba en realidad tan preocupado que la frase resultaba algo brutal: era como mentarle la chepa a un giboso. No te enfades, Matías, rectificó entonces, porque el enfado era siempre una emoción más digna, la furia era un atributo de los dioses. Venga, hombre, Matías, no te cabrees, a mí también me quitaron la plaza del aparcamiento hace unos meses, no es para ponerse así. ¿No?, musitó Matías, lanzándole una fugaz mirada de reojo. No, hombre, ya sabes que siempre ha habido problemas con el garaje porque no hay plazas suficientes, yo ahora le doy las llaves al encargado y santas pascuas, es incluso más cómodo. Eso decía César, mentiroso y magnánimo.Porque César callaba que su caso era distinto, que en realidad a él nadie le había quitado la maldita plaza. César no tenía horario fijo, era una de las estrellas de la Casa, poseía una situación privilegiada. Y había sido el mismo Morton quien un día le dijo: ¿No te importa que otra persona ocupe tu sitio en el garaje? Como tú vienes tan poco por aquí es una pena desperdiciar así el espacio… Matías se había parado junto a la puerta de salida, rebuscaba en sus bolsillos torpemente, sacaba un pañuelo muy arrugado con el que enjugarse el sudor frío. De un manotazo peinó hacia atrás sus grasicntos y escasos cabellos. Después se volvió hacia el empleado, que estaba al fondo de la planta, allá a lo lejos: ¡Hablaré con Pittbourg, esto no va a quedarse así!, gritó escupiendo perdigones de saliva y jirones de orgullo. Y el hombrecillo del mono se encogió de hombros, despectivo.