Eduardo Mendoza
Riña de Gatos. Madrid 1936
© Eduardo Mendoza, 2010
Rosa estuvo a mi lado y
para ella es esta fábula
Pertenece a la extraña condición humana que toda
vida podía haber sido distinta de la que fue.
José Ortega y Gasset, Velázquez
Capítulo 1
4 de marzo de 1936
Querida Catherine:
Poco después de cruzar la frontera y de evacuar los enojosos trámites aduaneros, me he dormido arrullado por el traqueteo del tren, porque había pasado una noche de insomnio, acosado por el cúmulo de problemas, sobresaltos y agonías derivados de nuestra tormentosa relación. Por la ventanilla del tren sólo veía la oscuridad de la noche y mi propia imagen reflejada en el cristal: la efigie de un hombre atormentado por el desasosiego. El amanecer no trajo el alivio que a menudo acompaña el anuncio de un nuevo día. El cielo seguía nublado y la palidez de un sol mortecino hacía aún más desolado el paisaje exterior y el paisaje de mi propio espíritu. En estas circunstancias, al borde de las lágrimas, me quedé dormido. Al abrir los ojos, todo había cambiado. Lucía un sol radiante en un cielo sin límites, de un azul intenso, apenas alterado por unas nubes pequeñas, de una blancura deslumbrante. El tren recorría la yerma meseta castellana. ¡España por fin!
¡Oh, Catherine, mi adorada Catherine, si pudieras ver este magnífico espectáculo comprenderías el estado de ánimo con que te escribo! Porque no es sólo un fenómeno geográfico o un simple cambio de paisaje, sino algo más, algo sublime. En Inglaterra, como en el norte de Francia, por donde acabo de pasar, la campiña es verde, los campos son fértiles, los árboles son altos, pero el cielo es bajo y gris y húmedo, la atmósfera es lúgubre.
Aquí, en cambio, la tierra es árida, los campos, secos y cuarteados, sólo producen mustios matojos, pero el cielo es infinito y la luz, heroica. En nuestro país andamos siempre con la cabeza baja y la vista fija en suelo, oprimidos; aquí, donde la tierra nada ofrece, los hombres andan con la cabeza erguida, mirando el horizonte. Es tierra de violencia, de pasión, de grandes gestos individualistas. No como nosotros, uncidos a nuestra estrecha moral y a nuestras nimias convenciones sociales.
Así veo ahora nuestra relación, querida Catherine: un sórdido adulterio sembrado de intrigas, dudas y remordimientos. Mientras ha durado (¿dos años, quizá tres?) ni tú ni yo hemos tenido un minuto de tranquilidad ni de alegría. Sumergidos en la pequeñez de nuestra mediocre climatología moral, no lo podíamos percibir, nos parecía algo insuperable que estábamos fatalmente obligados a sufrir. Pero ha llegado el momento de nuestra liberación, y es el sol de España el que nos lo ha revelado.
Adiós, mi querida Catherine, te devuelvo la libertad, la serenidad y la capacidad de disfrutar de la vida que te corresponde de pleno derecho, por tu juventud, tu belleza y tu inteligencia. Y yo también, solo pero reconfortado con el dulce recuerdo de nuestros abrazos, fogosos aunque inoportunos, procuraré volver a la senda de la paz y la sabiduría.